Guacara

domingo, abril 06, 2008

Circo King

la lona de las paredes se levanta tanto con el viento que se puede ver la calle y deja entrar la tierra de afuera. fernando y yo estamos en la última fila del circo king, que presenta sus últimas funciones en guacara. es un circo pequeño pero muy íntimo, como el que vimos mi familia y yo en cunaviche hace muchísimos años.

fernando nunca había venido a un circo. a mí ya se me había olvidado cómo eran. compramos algodón de azúcar para ambientarnos, mientras luchábamos con los niños para que no se nos colearan (casi somos los únicos "adultos" solos en el circo). el host toma el micrófono y comienza a hablar con el acento mexicano que tienen los anfitriones de circos. la función está por empezar.

lo que más me fascina de los circos es que los actores se esfuerzan al máximo por conseguir el aplauso. impresionar, impresionar, impresionar. el trapecista más pequeño del mundo vuela por los aires hasta aferrarse al trapecio, las hermanas elásticas colocan la palma del pie en el cráneo sin partirse la columna vertebral, el león casi casi le arranca la cara al domador. la gente, fernando, yo, se excita y aplaude mucho mucho.

- y fulano?
- se murió
- lo mataste!
- no, se murió solito!

los payasos no son como en dumbo. tienen cara de buena gente y no maltratan a ningún elefante. bueno, no hay elefantes en este circo (sólo un león, una leona y un poni) pero tampoco maltratan a nadie. como todo payaso, los chistes son bastante simples pero muy rápidos y físicos. como yo amo la comedia física estoy cuajado de la risa.

hay patinadores que hacen escenas parecidas a las de los juegos olímpicos de invierno, motos que están dentro de una jaula esférica de hierro enorme y casi chocan al dar vueltas, malabaristas que se quitan los malabares entre ellos. lo fantástico de este circo es todos los artistas no son mexicanos como hace creer el acento, sino de maracaibo, barcelona, acarigua, valencia, caracas y la guaira (casi como la liga de béisbol). eso me contentó mucho y me moría por conocer a alguno de ellos pero, como siempre, no tengo las bolas para saludar y prefiero dejar todo a la imaginación. bueno, quizás a veces así es mejor.

(febrero 2007)

Barbería Italia

Ahorita voy con mi primo Erick a cortarme el pelo. Estoy en Guacara, saliendo de su apartamento de la calle Piar. Estábamos hablando pistoladas en la casa y mencioné que necesitaba una afeitada. Erick me recordó el lugar adonde va a cortarse el pelo, uno que siempre comenta, que queda frente a la plaza y es súper barato: dos mil bolos en lugar de los nueve mil que pago en Caracas y los cinco en Valencia. Pensaba ir solo pero mi primo se ofrece a acompañarme porque no tiene otra cosa que hacer y así hablamos más pistoladas por el camino.

Caminar por las calles de Guacara es parecido a caminar por el centro de Valencia o Caracas, aunque tiene un estilo más propio de pueblo del interior. Como es fin de semana, la gente sale a la acera de sus casas y se sienta en sillas y mecedoras a beber, hablar y observar a las personas de la calle. A veces se puede ver a un borrachito tirado en la acera o, si es más decente, en el pasillo de la casa, el mismo que tienen todas los hogares del centro de Guacara y que es el eje central del inmueble. Las casas de la época colonial son altas, con sus ventanas grandes y gruesos barrotes, y puertas de madera de dos piezas que se abren hacia adentro. En los patios están los gallos y gallinas encerrados en tela metálica para que no se escapen.

Humo, tráfico, aceras donde sólo cabe una persona y se tiene que ir en fila india, encuentros con algún familiar o amigo, cuidado con los carros que pegan duro, el calor infernal, cornetas, mami que rica estás, deja de llorá o te reviento a coñazo. A la Guacara moderna no le faltan más negocios chinos ni cyber cafés porque ya hay demasiados, sobretodo aquí en el centro, el lugar más importante de todos los pueblos y ciudades del país.

Llegamos a la plaza Bolívar y ahí mismo la veo, en un cartel de metal pintado de blanco y con letras rojas y verdes, la barbería italiana de los tiempos de la inmigración. Se llama así justamente, Barbería Italia, y es atendida (por supuesto) por un italiano, Pepino, de 64 años, un señor que corta el pelo bastante bien según mi primo. Entro al lugar y me doy cuenta que es como lo había imaginado en los cuentos de Erick, la propia barbería que antes abundaban y que tanto se diferencia de las peluquerías y centros de belleza de hoy, donde lo macho brilla por su ausencia. Es aquí donde el barbero que está desocupado (el venezolano, el de 60 años, Pepino sólo tiene un barbero adicional) canta más con el corazón que con sentido musical las canciones de un radio viejo que curiosamente sólo coloca canciones de hace treinta-cuarenta años, y de este modo escuchar a Nicola di Bari o Charles Aznavour es más fácil que buscarlos en Discocenter. Es aquí donde el barbero se faja a hablar contigo de cuando fue recluta, te muestra sus fotos vestido de cabo y comienza a hablar de política con alguno de los que esté esperando por afeitarse. Es aquí donde el barbero habla espectacularmente de Bolívar, porque el Libertador es casi un santo en los pueblos de “la provincia”.

Pepino me dice que está libre y me siento en la silla. Erick me había comentado el olor que emana desde la boca y las axilas de Pepino pero yo estaba determinado a vivir la experiencia. El señor me pregunta con su acento todavía italiano cómo quiero el corte. Le digo que me pase la cuatro por arriba y la dos por los lados, como siempre me corto en las peluquerías. Error, esto no es una peluquería. A los barberos de antes no se les dice que utilice la máquina, no les gusta. El precio: Pepino no habló mucho conmigo, si acaso me preguntó de dónde era y otra cosa ahí, aunque si lo veo por el lado positivo no inhalé su aliento muchas veces. Apenas termina de cortarme el pelo me dice que me mire en el espejo y me pregunta si me gustó. Le digo que sí, de verdad quedó bien. Pepino se sonríe y dice sarcásticamente con su acento todavía italiano: “tú dijiste la máquina y mira cómo te lo corté, sin máquina”. Me reí porque era inevitable hacerlo, le pagué y nos fuimos. Pepino me había cortado el pelo sin utilizar la máquina y le había quedado mejor que utilizando ésta.

(febrero 2006)

casa abuela

la casa de mi abuela siempre ha estado pintada de blanco, a veces con rejas blancas y con sus tejas anaranjadas. queda en la urbanización la floresta, al norte de guacara, donde hubo alguna vez un sembradío de flores. si cierro los ojos puedo sentirme en la sala de la casa, sentado en los muebles de ratán, escuchando los móviles arcilla que suenan como en la canción de los amigos invisibles escuchando y siripo, aquel perro que recogió sergio en la calle cuando medía el tamaño de su mano, ladrar con su tos seca.

mi abuela cándida laya se levantaba cantando y no se veía cansada de parir y criar a nueve hijos naturales. marlene se despertaba muy temprano para preparar el desayuno e irse a la escuela, en ese entonces maestra de preescolar en el malavé villalba. karina tenía su cuarto pero rara vez dormía sola, siempre se pasaba a medianoche a la cama de marlene, su mamá.

en la casa de mi abuela todo se perdía. una vez esmeralda dijo que era el triángulo de las bermudas porque lo que dejabas por ahí, desaparecía. la mesa del comedor era de vidrio redonda, y el estante del comedor tapaba las puertas de los cuartos. muy chico, una medianoche de un 24 de diciembre me escapé de los brazos de mi mamá, salí del cuarto de karina y corrí a lo largo de ese estante para llegar al comedor. en la sala vi a un pequeño ángel con alas blancas que flotaba en el aire y colocaba algunos adornos en el arbolito antes de que mi madre me halara de nuevo al dormitorio. nunca dije a nadie que había visto al niño jesús esa noche.

siempre estábamos jugando a lo que sea. marlene siempre se quejaba de que le gastábamos el agua fría de lanevera y llenábamos de sudor toda la casa. hasta jugábamos béisbol en el patio, en un espacio donde ahorita no podemos dar ni tres pasos. jugábamos donde sea: en el garaje, en la calle, en la sala. a veces nos íbamos a la canal a lanzar piedras al agua que bajaba o simplemente a no hacer nada. íbamos también al parquecito que queda al lado de la cancha, y nos montábamos en los columpios, la rueda y el subibaja (a mí siempre me han fascinado los subibaja). ahí una vez me robaron mi gorra de los chicago bulls unos adolescentes, en lo que fue mi primer encuentro formal con la injusticia.

todavía está el corazón de jesús en la pared. tiene todos los años del mundo y siempre le he tenido miedo. también creo que aún está el buda en el estante del comedor. lo que sí no existe es la mata de cayena, aquella mata de la cual arracábamos las flores y nos poníamos la semillita en la nariz para simular a pinocho. las rosas también las quitaron hace poco para poner cemento. nada más queda un morrocoy, cuando en su tiempo eran seis. a ellos le dábamos de comer cayenas pero con cuidado porque decían que te podían arrancar los dedos.

crecimos y, sin darnos cuenta, ya la casa de mi abuela no es la casa de mi abuela sino la de marlene. mi abuela se fue una semana santa a bañarse al río de vigirima y subir el cerro para llegar a la playa de patanemo. ahora los móviles son de metal y no de arcilla no sé por qué. el único perro que queda es tontón, un can muy feo que ni siquiera ladra. ahora los niños que recorren la casa gritando y tomándose el agua no somos nosotros, sino nuestros tres primitos pequeños. a ellos nos volcamos cuando están solos, nos pasamos el día y jugamos a lo que sea, dándole vida a la casa. en el piso de la sala, mi hermana se acerca a césar luis y le dice:

-césar, tú no me quieres.
-sí te quiero
-¿hasta dónde?
-hasta la luna

(junio 2006)